• Beatriz Pagés
El 1 de mayo, Día del Trabajo, el Presidente de la República hizo dos anuncios importantes. Festejó la aprobación de la Reforma Laboral y anunció que se iniciarían las excavaciones para rescatar los cuerpos de los 65 mineros que quedaron enterrados en la mina de Pasta de Conchos.

 

 

Ambas cosas, parecerían no tener conexión, pero sí la tienen. El punto de unión entre las dos, es un conocido líder sindical llamado Napoleón Gómez Urrutia.

Tanto para  López Obrador como para Luisa María Alcalde, Secretaria del Trabajo, lo más vendible de la reforma es la democracia sindical, el que cada trabajador pueda, “por primera vez en la historia”, elegir mediante voto libre y secreto a sus dirigentes.

Pero, la funcionaria puso, sin querer, el cascabel al gato cuando se refirió a la eliminación de los contratos de protección, aquellos que se firman no solo a espaldas de los trabajadores, sino en contra de sus más elementales derechos.

El tema nos llevó de manera automática a quien hoy busca desmantelar al viejo sindicalismo mexicano no tanto por ser un demócrata sino para convertirse en el nuevo Fidel Velázquez de la 4T. ¿Qué la nueva ley se los va a  impedir? Ya lo veremos.

Detrás de la explosión de Pasta de Conchos, ocurrida el 19 de febrero de 2006  hubo, como es sabido, varios responsables: la empresa Grupo México, el gobierno y el sindicato.
¿Quién estaba al frente del sindicato?: Napoleón Gómez Urrutia.

Si alguno de los 65 mineros, que desde hace trece años están sepultados en la mina, pudieran hablar, relatarían que fueron víctimas de una de las tragedias laborales más infames de explotación humana.

Si los diamantes de Sierra Leona, África, están manchados de sangre, esclavitud y pobreza, en el carbón de Pasta de Conchos quedó la huella de quienes firmaron contratos de protección, a espaldas de los trabajadores, para explotar una mina que carecía de las mínimas condiciones de seguridad.

Se trataba de una “mina gaseosa”, saturada de metanol, asfixiante e irrespirable, sin detectores, ni sistemas de seguridad, una puerta al infierno donde los mineros trabajaban sin equipo y a quienes se pagaba solamente 83 pesos diarios.

Notas periodísticas dan cuenta del testimonio de un hombre llamado Rodrigo Olvera: “un sindicato honesto habría pactado mejores condiciones para los trabajadores… pero, esta es una forma novedosa de contrato de protección, en la que abierta y descaradamente el sindicato cobra por no proteger y defender a sus trabajadores…”.

El sindicato conocía perfectamente el riesgo que corrían los mineros cada vez que penetraban a las entrañas de Pasta de Conchos, tenía información de los trabajadores, sabía de los ordenamientos y alertas emitidos por la Secretaría del Trabajo, pero aún así decidió beneficiarse del contrato que firmó con la empresa.

El mismo año, 2006, en que ocurrió la explosión, Grupo México –según nota de El Universal– obtuvo ganancias por 276 millones de dólares, en contraste con los 83 pesos que se pagaba a cada minero y los miles de pesos que recibía diariamente el sindicato por cada trabajador contratado.

Los 65 cuerpos –si existen– deben ser rescatados, pero no sin decir qué los llevó a quedar sepultados en vida. Tampoco sin recordar las horas y días que  pasaron muchos de ellos sin oxígeno, esperando ser rescatados.

En torno a esa infamia estuvo la omisión, indiferencia y complicidad de muchos. Un gobierno, el de Fox, ausente y un líder sindical al que jamás se le vio tomar una pala para encabezar el rescate de sus hombres.

Hoy sin embargo, Gómez Urrutia nos dice a los mexicanos que él representa  la democratización del sindicalismo mexicano y exige, por cierto hacer justicia, a las familias de las víctimas.
Lo peor en todo esto, es que el Presidente de la República le cree.