• Abel Velázquez
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En el mundo de la política, las imágenes y los símbolos tienen un peso enorme. No solo comunican intenciones, sino que también construyen percepciones que, una vez instaladas, son difíciles de erradicar. Las famosas camionetas blindadas de Tlaxcala son un ejemplo claro de cómo un tema mal gestionado puede convertirse en una losa que arrastra consigo la credibilidad de un gobierno.

Hace algunos meses, cuando surgieron las primeras preguntas sobre la adquisición de estos vehículos, la administración estatal tuvo la oportunidad de aclarar el asunto de manera transparente y oportuna. Sin embargo, optó por el silencio, una estrategia que, lejos de apagar el fuego, lo avivó. Ahora, en una reciente entrevista, se intentó justificar la compra de estas camionetas, pero el momento elegido no pudo ser más desafortunado: el tema opacó un informe importante del Sistema Estatal para el Desarrollo Integral de la Familia (SEDIF), desviando la atención de logros y avances que merecían ser destacados.

La pregunta es inevitable: ¿por qué no se respondió a tiempo? La falta de claridad y la dilación en abordar el tema han generado más dudas que certezas. En lugar de cerrar el capítulo, se han dejado cabos sueltos que ahora cobran facturas a la imagen del gobierno. Cada vez que resurge el tema, se refuerza la percepción de opacidad y se erosiona la confianza de la ciudadanía.

En política, el timing lo es todo. Una explicación oportuna habría permitido controlar la narrativa y evitar que el asunto se convirtiera en un foco de desgaste. En cambio, lo que vemos hoy es un gobierno que parece reaccionar a los acontecimientos en lugar de anticiparse a ellos. Las camionetas blindadas, más que un símbolo de seguridad, se han convertido en un recordatorio de que las omisiones y los silencios tienen consecuencias.

Si algo queda claro es que, en la era de la información, los gobiernos no pueden darse el lujo de ignorar las preguntas incómodas. La transparencia no es solo un valor ético, sino una herramienta estratégica. Y en este caso, su ausencia ha dejado una mancha que, por más que se intente limpiar, sigue dando de qué hablar.

El mensaje es claro: en la gestión pública, las respuestas tardías y las explicaciones forzadas no solo no resuelven los problemas, sino que los agravan. Y Tlaxcala, lamentablemente, es un ejemplo vivo de ello.