Lo que pasó con el alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, es una herida abierta, fresca, dolorosa, indignante, de esas que sacuden no solo al país, sino al espíritu de cualquiera que aún crea en la vida pública como un espacio de servicio y convicción.
Pero en México, y esto ya parece un mal recurrente, la tragedia nunca viaja sola, siempre trae consigo a los carroñeros políticos, esos que sobrevuelan la desgracia ajena esperando el momento justo para lanzarse sobre lo que queda.
Ahí, entre los primeros que bajaron al festín mediático, apareció Miguel Ángel Covarrubias. Tres publicaciones en menos de un día. Primero, un video donde se colocó el traje de indignado profesional. Luego, un post meloso con la frase “nos harás mucha falta”, porque el sentimentalismo es buen recurso. Y remató con la convocatoria para un “homenaje” en el zócalo de Tlaxcala.
“Llevar sombrero”, pidió Covarrubias, ¿homenaje sincero, burla o simple oportunidad para subirse al reflector que deja la desgracia ajena? La respuesta la conoce cada quien en su conciencia.
La tragedia de Carlos Manzo merece respeto, reflexión, y sobre todo, silencio digno antes que gritos oportunistas, convertirla en plataforma, en tendencia, en campaña disfrazada de luto, es un manotazo al sentido de la lucha que él representaba.
Porque Manzo fue un símbolo, y usar ese símbolo como trampolín político es una burla a su memoria y a quienes lloran su ausencia de verdad.
En un país herido, lo mínimo que se espera es humanidad, pero hay quienes aún frente al dolor más crudo, solo ven una oportunidad mediática, y esos, aunque se vistan de dolientes, no son aliados de la justicia, son simples buitres que se alimentan de la tragedia.

