La democracia en México se encuentra en un punto de tensión histórica: la posibilidad de que un solo partido mantenga el poder por periodos prolongados despierta dudas sobre la solidez de nuestras instituciones y el verdadero sentido de la participación ciudadana. Si bien la continuidad puede interpretarse como una muestra de legitimidad electoral, también abre el riesgo de que la pluralidad se debilite y que la democracia se convierta en una mera formalidad procedimental (O’Donnell, 1997). En este contexto, resulta crucial preguntarnos qué significa votar siempre por la misma opción política y cuáles son las consecuencias para la vida pública.
Al permitir que un partido concentre poder de manera prolongada, se corre el riesgo de reproducir prácticas de hegemonía que históricamente ha limitado el desarrollo democrático del país. México ya vivió una etapa de partido dominante durante el siglo XX, lo que derivó en una democracia restringida y altamente controlada desde el poder central (Loaeza, 2019). Si esta dinámica se repite bajo un nuevo ropaje, lo que se erosiona no es solo la competencia política, sino también la capacidad ciudadana de exigir rendición de cuentas.
La credibilidad de los partidos políticos también se ve afectada en este panorama. En México, las encuestas de opinión muestran un creciente desencanto social hacia los partidos, percibidos como instituciones alejadas de la ciudadanía y más interesadas en preservar cuotas de poder que en representar intereses colectivos (Méndez, 2022). Cuando los votantes ya no confían en los partidos, la democracia pierde su columna vertebral: la intermediación entre sociedad y Estado. Esta crisis de credibilidad abre la puerta tanto al abstencionismo como a opciones populistas que prometen soluciones rápidas pero concentran aún más el poder.
En este escenario, surge una pregunta central: ¿Dónde está la oposición real en México? Una democracia saludable requiere contrapesos efectivos que cuestionen, vigilen y propongan alternativas a la fuerza gobernante (Linz & Stepan, 1996). Sin embargo, cuando la oposición carece de cohesión, se fragmenta o se limita a disputas internas, se vuelve incapaz de articular una propuesta que conecte con la sociedad. Lo que está en juego no es solo la competitividad electoral, sino la calidad misma del debate público.
Para que exista una democracia auténtica en México, es indispensable fortalecer tanto las instituciones como la cultura política de la ciudadanía. Esto implica fomentar una sociedad civil activa, medios de comunicación independientes y una educación política que vaya más allá de los procesos electorales (Schedler, 2006). Una ciudadanía pasiva o indiferente permite que el poder se perpetúe, mientras que una ciudadanía crítica y organizada es capaz de exigir cambios estructurales y de garantizar que la democracia no se limite al voto.
Finalmente, la justicia social tan prometida en los discursos de campaña no se alcanzará con la permanencia de un partido en el poder si no existen mecanismos efectivos de redistribución y de participación incluyente. La verdadera justicia social exige instituciones fuertes, políticas públicas sostenibles y, sobre todo, la posibilidad de alternancia que evite la captura del Estado por un solo grupo político (Zovatto, 2020). En ese sentido, la democracia mexicana solo podrá fortalecerse si logramos articular una oposición con visión de país, partidos con credibilidad y una ciudadanía dispuesta a defender la pluralidad como valor fundamental.

