• C. Baltazares
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El asesinato del presidente municipal de Uruapan, Carlos Manzo Rodríguez, ocurrido la noche del 1 de noviembre de 2025 durante el tradicional Festival de Velas, vuelve a poner en evidencia con escalofriante nitidez la fragilidad del Estado para proteger a sus servidores públicos y a la ciudadanía. Manzo fue atacado en medio de la plaza mientras convivía con familias y niños en una festividad; sus escoltas repelieron a los agresores, pero el edil murió minutos después en un hospital local. El suceso, público y brutal, obligó a las autoridades federales y estatales a reconocer detenciones y un agresor abatido en el lugar.

Lo que hace más ominoso este crimen no es únicamente su violencia sino la secuencia que lo precede: durante meses el propio alcalde había pedido ayuda federal y estatal, por lo que explícitamente responsabilizó al gobierno por la escalada de violencia de grupos armados en Uruapan y en Michoacán. Sus llamados a mantener presencia de la Guardia Nacional y a recibir refuerzos de la federación no fueron palabras aisladas de un político alarmista, sino advertencias repetidas desde la trinchera local sobre cómo los cárteles consolidaban su control territorial y operaban con impunidad relativa.

A nivel nacional el cuadro tampoco es tranquilizador. Los datos oficiales del INEGI muestran que en 2024 México registró 33,241 presuntos homicidios (tasa de 25.6 por ciento, por cada 100 mil habitantes), una magnitud de violencia que aunque con fluctuaciones permanece estructuralmente elevada y concentrada en focos regionales donde el Estado ha perdido presencia efectiva. La persistencia de estas cifras revela no solo la magnitud de la violencia sino fallas profundas en prevención, procuración de justicia y protección ciudadana.

Frente a estos hechos, el discurso oficial ha intentado matizar números: versiones de la Presidencia proclaman reducciones en el promedio diario de homicidios en ciertos lapsos, por ejemplo;  comparativos entre meses de 2024 y 2025, atribuyen la mejoría a la actual Estrategia Nacional de Seguridad. Pero las estadísticas agregadas y las mediciones independientes (índices de paz, reportes de organizaciones y análisis periodísticos) muestran que la violencia se transforma y se desplaza geográficamente; quitamos presión en un punto y la violencia se endurece en otro, o muta en modalidades menos visibles (asesinatos selectivos, ataques a periodistas, desplazamiento forzado). En otras palabras: la apariencia de “descenso” no equivale a control efectivo.

A esto hay que añadir una crisis de impunidad documentada por organizaciones internacionales: informes que destacan que la mayoría de los homicidios no se aclaran y que las investigaciones formales son insuficientes. Cuando nueve de cada diez homicidios quedan sin castigo como han advertido organismos independientes, la amenaza criminal no solo actúa con violencia sino que se beneficia de la certeza de la impunidad. Eso erosiona la confianza ciudadana en el Estado y alimenta la normalización de la violencia como forma de regulación social.

¿Qué falló en la estrategia de seguridad de la 4T?. La respuesta no es simple ni única, pero sí puede desgranarse: políticas demasiado centradas en la presencia militar y en narrativas de control nacional sin fortalecer las instancias locales de policía, fiscalías autónomas eficaces, programas de prevención social y controles institucionales contra la corrupción. Añádase a ello una comunicación pública que, en ocasiones, ha privilegiado consignas como la conocida frase “abrazos, no balazos” y sus variaciones retóricas, por encima de respuestas administrativas robustas y coordinadas. La retórica pacifista sin herramientas institucionales se vuelve, en la práctica, un vacío frente al crimen armado.

El caso de Uruapan en el estado de Michoacán, es emblemático porque conjuga varios elementos: un alcalde que denunció la presencia de grupos paramilitares y la llegada de mercenarios extranjeros, demandas reiteradas de apoyo federal y estatal, así como amenazas concretas a la vida pública y, finalmente, la consumación del homicidio en un espacio público y festivo. Esa concatenación documenta un fallo sistémico: el Estado no logró anticipar ni neutralizar una amenaza reiterada.

La muerte de Carlos Manzo, quien fuera presidente municipal de Uruapan, debería ser un punto de inflexión, pero del tipo que obliga a rectificar políticas, y no solo a lamentar. La cuarta transformación llegó al poder prometiendo cambiar paradigmas; en materia de seguridad esa promesa se ha traducido, hasta ahora, en una mezcla de operaciones focales, militarización selectiva y discursos que no han ido acompañados por estructuras institucionales capaces de garantizar justicia y prevención a largo plazo. El saldo es tangible: alcaldes y periodistas asesinados, comunidades desplazadas, auditorios públicos convertidos en escenas de crimen y una ciudadanía que cada día confía menos en la capacidad del Estado para protegerla.

Exigir responsabilidades políticas y técnicas no es “hacerle el juego” a la polarización; es pedir lo mínimo que una democracia debe ofrecer: seguridad, justicia y rendición de cuentas. La 4T tiene la obligación política y moral de pasar de las palabras a la transformación real de las instituciones de seguridad y justicia: profesionalizar policías municipales, fiscalías eficientes e independientes, políticas sociales preventivas, control real sobre armas y redes de corrupción, y una estrategia de inteligencia verdadera que proteja a figuras públicas y a la población. Mientras esos cambios no ocurran, la narrativa oficial seguirá siendo un paliativo para la crisis estructural que volvió a cobrar una vida en Uruapan.