• Aquiles Córdova Morán
¿Qué es un partido político?

Es una herramienta legal para la conquista del poder político de un país. Queda implícito y explícito (y no sólo por teóricos de medio pelo, sino también por algunos de los grandes espíritus de la humanidad) que tal conquista del poder no es, ni debe ser nunca, un fin en sí misma, sino, precisamente, el instrumento indispensable para que el partido pueda poner en práctica su propia concepción de lo que cree que debe ser una nación, hacia dónde debe enderezar su rumbo, cuáles deben ser sus metas de corto, mediano y largo alcance y cuáles los pasos necesarios para alcanzarlas. El partido es, pues, una estructura social; una forma de organización de un grupo de hombres y mujeres que comparten la misma visión y el mismo proyecto de nación y que, se supone al menos, está plena y totalmente convencido de que tal proyecto, sus principios y su “programa de acción” como suele decirse, son los mejores de todos, en primer lugar, desde luego, para sus propios intereses. Pero no sólo para ellos; también para la nación entera, pues un verdadero programa, del signo ideológico que sea, jamás renuncia a representar los intereses de todos, o al menos los de la gran mayoría, si en verdad alienta una verdadera esperanza de triunfo. En efecto, ninguna clase, grupo o estrato social que haya alcanzado el poder total en la historia del hombre, lo ha conseguido con un proyecto expresamente egoísta y excluyente de los demás; por el contrario, todos se han visto forzados a enarbolar (con mayor o menor sinceridad) la defensa de los intereses colectivos, sin hacer a un lado a los marginados y oprimidos, indispensables para la victoria en tales casos.

Del hecho bien entendido, pues, de que el programa de un partido cualquiera representa, en primer lugar, los intereses más vitales y profundos del grupo social que lo forma y conforma y, a su modo y con distintos fines, también los de la sociedad entera; y dada la convicción profundamente arraigada de sus miembros de que su proyecto es el mejor de todos para alcanzar esos mismos fines, se deduce, con toda naturalidad, la imposibilidad absoluta de que tal partido abandone nunca, bajo ningún pretexto, los ejes fundamentales que dan sustento, perfil y razón de ser a su organización y a su lucha. De allí mismo se desprende, también, que ni siquiera puede permitir que sus propuestas fundamentales se desdibujen, pierdan fuerza, claridad, protagonismo en aras de ciertas metas de corto plazo; aceptar voluntariamente un bajo perfil de su propaganda, o, lo que es peor, ocultarlas y disimularlas detrás de otras consignas “consensadas” con algún aliado de circunstancias. Hacer esto, aceptar colocar en un segundo lugar las más importantes definiciones políticas propias cediendo el primer sitio al aguachirle o al vino aguado de las consignas de compromiso es, y siempre lo ha sido en el pasado, no una alianza estratégica sino, o bien un error político, o bien una disimulada apostasía debida a un pragmatismo obtuso u oportunista de buscar el poder por el poder.

La historia de las luchas políticas serias ya ha resuelto, hace mucho tiempo, la cuestión de las alianzas. Ya nadie discute que la izquierda puede y debe forjar acuerdos aun con los enemigos radicales de clase, allí donde eso sea posible e implique un paso adelante del movimiento progresista en conjunto. Pero es la misma historia la que se ha encargado de fijar un límite a esos pactos: son útiles siempre y cuando que, por una de esas coincidencias curiosas que sólo la vida misma puede tejer, los enemigos irreconciliables se encuentren, momentáneamente, del mismo lado de la trinchera, interesados, por tanto, momentáneamente también, en empujar juntos alguna o algunas políticas que miran hacia el futuro. En estos casos, repito, la alianza puede y debe hacerse aunque con ella se beneficie también el enemigo. Es el precio que hay que pagar por un avance sustancial de las fuerzas del progreso. Pero, aun en ese caso, es una condición sine qua non que la alianza respete irrestrictamente la libertad de cada aliado para continuar con la propaganda de sus principios y de su programa, aun en aquellos puntos en que “ofenda” la imagen o la sensibilidad del amigo de circunstancias. Y esto es vital, porque la izquierda no debe olvidar nunca que, pasada la coyuntura que los acercó, la lucha entre los aliados volverá fatalmente; y será más furiosa que nunca. Sus fuerzas, por eso, deben estar siempre advertidas y siempre preparadas para ello.

Por eso, la alianza no puede darse jamás entre partidos que, al momento mismo de pactarla, están tirando, y con todas sus fuerzas, en sentido contrario: uno hacia el futuro, otro hacia el pasado. ¿Qué interés común, qué avance histórico puede haber aquí? Por el contrario, lo que hay es un gravísimo peligro para todos los partidarios del progreso, pues si el enjuague sale triunfante, los amigos del retroceso saldrán más fortalecidos, es decir, tendrán mejores condiciones para reprimir a todos sus enemigos históricos. Un pacto de esta naturaleza no tiene justificación “teórica” posible; aquí sólo hay dos sopas: o una imperdonable miopía política, o una descarada traición para alcanzar las mieles del poder.  Leo, oigo y veo a “teóricos de reconocido prestigio” (¿¿¡¡) que justifican, con voz engolada y gesto de futura estatua de patricio consagrado, que en México todo se vale con tal de “erradicar” los viejos y nocivos cacicazgos priístas en algunos estados. Pero el razonamiento se queda allí; no se completa como debería ser: muy bien, ¡erradiquemos a los viejos caciques priístas! Pero, ¿qué pondremos en su lugar? ¿A un cacique “nuevo” salido de la ultraderecha fanática? Y esto, ¿es realmente mejor para el pueblo? Ojalá que los apologistas de hoy de tal contubernio, no sean las plañideras de mañana que salgan a llorar la “traición” de sus “hermanos” de lucha. Los lamentos y arrepentimientos a posteriori, desgraciadamente, no corrigen nunca el daño que ya causaron.