• Ángelo Gutiérrez Hernández
México ha vivido grandes desastres naturales y parece que seguimos sin aprender de nuestra historia, porque está visto y demostrado que no estamos preparados para los desastres, en especial, cuando se trata de sismos como los vividos en las dos últimas semanas. El 7 y 19 de septiembre se registraron sendos sismos que han causado la muerte de cientos de personas y daños irreparables en infraestructura pública y privada que llevará años para su reconstrucción.

 

Está claro que no hay una debida cultura de la prevención, ya que los programas de protección civil están enfocados a la reacción y atención de eventos, más no en su prevención. En las políticas públicas de los tres niveles de gobierno hay una asimetría entre las acciones preventivas y reactivas, centrando los esfuerzos en la atención de emergencias y reconstrucción de infraestructura dañada. Esta visión debe reorientarse, encaminándose a buscar fórmulas que aseguren el enfoque preventivo de la Protección Civil, a efecto de ir contando con mayores recursos humanos, materiales y financieros para atender los retos de reducir la vulnerabilidad ante la presencia de uno o varios agentes perturbadores. 

Los gobiernos, instituciones y sociedades no están lo suficientemente preparados para enfrentarse a escenarios de catástrofe, que pongan en riesgo su estabilidad y la gobernabilidad. No existen programas orientados a la gestión de la continuidad de operaciones, que además de prevenir y minimizar las pérdidas, reduzcan tiempos de recuperación, costos sociales y económicos y que garanticen una respuesta planificada ante cualquier desastre que ponga en peligro su funcionalidad. Tanto los municipios, como los gobiernos estatales y las dependencias federales carecen de estrategias que les permitan hacer frente a fenómenos perturbadores, sin ver detenidas sus actividades primordiales. El desconocimiento de la importancia y aplicación de planes de continuidad de operaciones ha generado una descoordinación en las prioridades de atención frente a dichos fenómenos.

También es un hecho que durante muchos años se descuidó la relación con el eslabón más fuerte de la protección civil: la sociedad civil organizada, la cual fue la fuente más importante de organización y adopción de soluciones efectivas a los problemas emergentes luego de los sismos de 1985, desaprovechando el potencial de la iniciativa privada y su experiencia en la continuidad de negocios. En el pasado se creía que sólo el Gobierno en sus tres niveles, era responsable único de la atención de la emergencia, quedando en muchas ocasiones limitada su capacidad de respuesta. Fueron innumerables las escenas que volvimos a observar de hombres y mujeres ayudando. El zócalo de la ciudad de Tlaxcala pareció insuficiente ante la entusiasta movilización social para recolectar ayuda para los damnificados.

No obstante, es evidente la falta de vinculación con la ciudadanía para reducir significativamente su vulnerabilidad ante los desastres y sobre todo, la necesidad de impulsar campañas de responsabilidad social y compromisos con la población, sumando los recursos humanos y materiales de la iniciativa privada y especialmente de los medios de comunicación, que son una parte importante. Es importante mencionar que los primeros en atender una emergencia es el personal especializado más cercano a la población. Por lo tanto, una estrategia de eficacia operativa debería estar orientada a la formación de cuadros locales de protección civil provenientes del ámbito comunitario.

Aunado a ello, hay una inadecuada vinculación de los planes de protección civil de las entidades federativas con el gobierno de la República, lo que también ha provocado una deficiente disponibilidad y aprovechamiento de los recursos para atender emergencias, tales como los refugios temporales, la instalación de centros de acopio, la capacidad de distribución de ayuda humanitaria, entre otros.

Para caracterizar de modo más preciso esta problemática, es necesario mencionar que por cada gran desastre, en el ámbito local, se producen adicionalmente diversos desastres pequeños y medianos, de modo que los niveles de pérdidas económicas y sociales son mayores que los registrados en estadísticas. Muestra de ello es que se carece de registros públicos adecuados que den cuenta del estado de la Red Nacional de Brigadistas Comunitarios, así como de la participación de grupos voluntarios en acciones de protección civil, lo cual genera dificultades operativas para convocarlos a realizar trabajos preventivos, urgentes o de auxilio a la población, coordinados bajo la autoridad local de protección civil. Esta insuficiente coordinación con grupos especializados ha provocado con frecuencia respuestas desarticuladas, parciales y poco efectivas en cuanto a la administración de emergencias y desastres, lo cual genera finalmente un limitado aprovechamiento de este recurso humano. Asimismo, se debe considerar que el Gobierno de la República ha centralizado sus recursos humanos y materiales en la generación de un modelo de gestión de riesgos poco cooperativo, vertical e ineficiente, lo que provoca que la atención por parte de las autoridades federales se retrase al tener que atender eventos simultáneos.

También, pese a lo que se diga, existe una deficiente capacidad de las instancias operativas de comunicación, de alertamiento, información, apoyo permanente y enlace entre los integrantes del sistema, en las tareas de preparación, auxilio y recuperación, esto se debe a que los protocolos de respuesta a emergencias están desactualizados y los boletines de alertamiento tienen un alcance territorial limitado, lo que muestra la urgente necesidad de actualizar el modelo de operación conjunta de administración de emergencias y desastres.

Todo esto quedó al desnudo durante estos sismos. Todavía hay grupos sociales y comunidades en donde no llega el apoyo y atención gubernamental. La revisión, por ejemplo, de los inmuebles públicos de Tlaxcala  afectados por el sismo del 19 de septiembre no concluye. Por eso puedo advertir que no estamos preparados para un sismo, debemos trabajar desde la familia, con nuestros hijos, padres, hermanos y vecinos para generar nuestros esquemas propios de seguridad, de lo contrario, lo vivido se volverá a repetir.